La ciega


         ¿Se han fijado en que los ciegos visten de manera anodina?
      Sin embargo, ella es una mujer elegante, atractiva, una mujer que va sentada en el autobús con un perro mansamente tumbado a sus pies. Yo estoy en la puerta, me bajo en la siguiente parada y me siento extraño mientras la miro. Observar a un invidente tiene algo de máléfico, pienso. Pero no por eso dejo de hacerlo. De repente ella se gira y eleva su rostro hacia mí, como un animal de husmea el peligro. Es escalofriante pensar que algo en su interior, algo en esa oscuridad, la haya alertado. Clavo mis ojos en el suelo. Ahora soy yo el que se siente examinado. Absurdo. El autobús se detiene. Descendemos. Ya en la acera ella palmea el lomo del animal. Lo has hecho muy bien, Rinti, muy bien.

Autodetritus





         A veces, recuerdo cosas de mi juventud. No muy a menudo, solo de vez en cuando.
    Por ejemplo recuerdo cuando tenía dieciocho años y estudiaba en la Universidad de Granada. Aquello fue en el año 70. España era un “Estado en obras” y Franco era un dictador viejo, que conmutaba sentencias de muerte. Fue un invierno crudo, siberiano. En las aulas del viejo Hospital Real los estudiantes no nos quitábamos ni el abrigo ni la bufanda y algunos hasta tomaban apuntes con guantes.
     Me recuerdo acudiendo a clase con una edición del Ulises bajo el brazo.
     No sé, cuando visiono esas imágenes tengo la sensación de que esos recuerdos no son míos, es cómo si yo de joven no fuera yo de joven, sino solo alguien de joven, otro de joven, es como si recordara una novela. Me parece una contradicción difícil de resolver el hecho de que yo me sienta hoy tan joven y que esos recuerdos estén tan lejanos en el tiempo. Mi cerebro chisporrotea al intentar procesarla.
     Ahora, me preocupa que, con demasiada frecuencia, cuando las novelas, los sueños y los recuerdos salen de sus habitaciones y se reúnen en el salón a charlar, no hay quien distinga quién es quién en esta casa.

Hormigas





         Hace tiempo que las ciudades me dan miedo.         
         Una vez estuve varias horas sentado sobre una piedra junto a un río contemplando un hormiguero. Los hombres en las ciudades y las hormigas en los hormigueros se parecen bastante, creo que es eso lo que me atemoriza.         
         Una vez soñé que me encontraba en una ciudad en la que todas las personas vestían la misma ropa, era negra, eran como hormigas, todas vestían el mismo traje negro, eso es; hombres, mujeres, niños, ancianos. Fue angustioso. Toda mi obsesión consistía en vestirme con un traje igual al de sus habitantes, porque yo estaba desnudo. Al mismo tiempo oía las notas de una canción, una partitura que seguramente mi inconsciente compuso para el sueño, como si se tratara de una película y su banda sonora. Creo que todavía podría tararearla. Era algo así como "tari tarira tari tarira...". Me desperté de golpe, con nauseas y sudando a mares.
         Ese día me dediqué a callejear, necesitaba distraerme, pero las imágenes de la pesadilla interrumpían una y otra vez mis pensamientos.         
         Aquella vez que estuve junto al río contemplando el hormiguero me entretuve dejando caer sobre él, justo donde más hormigas se saludaban y se esquivaban, grandes piedras que sembraban el pánico. Me gustaba verlas correr despavoridas. En algún momento pensé que algo así debía suceder en las ciudades cuando se produce un atentado en un lugar concurrido como una estación de metro o un aeropuerto.
         Tiempo después volví a soñar con la misma ciudad, con aquellos seres humanos que se parecían a las hormigas. Sorprendentemente volví a oír la misma melodía. Era una ciudad muy oscura, una ciudad donde la luz apenas permitía ver el rostro de sus moradores, o todos los rostros eran el mismo, ahora no lo recuerdo. Todo parecía pintado al carboncillo y lloviznaba constantemente. Creo que la ciudad tenía un nombre pero también lo he olvidado, tuve esos sueños cuando era muy joven.
         Hoy me han venido a la memoria porque el otro día me quedé dormido en la silla de ruedas después de tomarme el vaso de leche con galletas y me desperté de pronto con un sabor extraño en la lengua. Un tropel de hormigas correteaba por mi mejilla y, por la comisura de mis labios, formando una disciplinada fila india, se internaba en mi boca. Seguían un camino de azúcar. Tal vez la confundieron con la entrada a una despensa. No lo sé, el caso es que desde entonces la cabrona de la monja ya no me saca a merendar al jardín.

Bye bye Lord




     ¡Expulsados! , le oímos gritar fuera de sus casillas.  ¡Ya era hora de que se diese cuenta! ¡Siete, siete llevábamos cogidas del maldito árbol! Y es que ya no aguantábamos más. El viejo se había vuelto de lo más insoportable; que si no hagas esto, que si no toques aquello, ¡un auténtico coñazo! Nos subimos en el Chevy. Eva me dio un beso con lengua. ¡Qué rico! La serpiente se enroscó en el asiento de atrás. En dos segundos puse el coche a cien. ¡Por fin nos largábamos de allí! ¡Que se quedara con todo el jodido Paraíso para Él solito! ¡Toda la eternidad si hacía falta!

El tobogán

    
     “¡NO TE LANCES POR EL TOBOGÁN, Annette, ha llovido y hay un charco de agua al final!”, le grita Didiane Bouffanais a su hija. En la zona de juegos del parque no hay otros niños. Annette sube las escaleras del tobogán gusano. Con una sonrisa burlona y malévola en los labios, se despide con la manita y catapum, allá que va.
   Didiane se enfada. Observa la salida del tubo, pero ella no aparece. Se alarma. ¿Y la niña? Se levanta, rodea el tobogán. “¿Annette?” Lo inspecciona por abajo y luego por arriba. ¿Dónde se ha metido? Sube la escalerilla. Mira el interior del cilindro. “Annette, vamos, sal de ahí. ¿Annette?”, le ruega, y luego, molesta, le advierte: “Con que esas tenemos, ¿eh? Sal de ahí ahora mismo, contaré hasta tres, y si no sales estarás castigada y no podrás jugar con Chou Chou… uno, dos, tres…”.
   Silencio total.
   “¿Annette…? Está bien, tú lo has querido. Iré a buscarte”.
   Así que, resuelta, Didiane se sienta. Pero, “¡merde!”, no cabe, el tubo es demasiado estrecho y la corta falda gris ajustada se le sube hasta las bragas. Por fin, se encaja, consigue deslizarse por el conducto. De pronto, la noche lo oscurece todo, hay luna llena, percibe el cri-cri de un grillo, un perro aúlla. ¿Qué está pasando? La rampa se retuerce, se ensortija, se contorsiona. Mientras se escurre por la pendiente, ve una señal luminosa que parpadea “Al mundo al revés – tiempo estimado de duración del viaje: un ratito”. Giro a la izquierda, giro a la derecha, giro a la izquierda y giro a la derecha y aterriza sobre un charco de agua.
   La falda ahora le llega hasta los tobillos. Entonces, alguien, la niña, la alza del suelo bruscamente y la arrastra hasta un banco. Allí, Annette, con un pañuelo que saca del bolso intenta limpiar la falda sucia de agua y barro y regaña a Didiane: “Te dije que había llovido y había un charco al final del tobogán, te pedí que de ningún modo te tiraras por él. Mira cómo te has puesto. Estás castigada y no podrás jugar con Chou Chou”.
   Didiane lloriquea enfurruñada, pero enseguida calla de golpe, piensa un poco y se rebela. “¿No podré jugar con Chou Chou?, ah, no, eso sí que no, de eso nada”, le contesta y se zafa y corre hacia la escalerilla y, sin despedirse, se lanza de nuevo por el tobogán.
   Annette se enfada. Observa la salida del tubo, pero ella no aparece. Se alarma. ¿Y la niña? “¿Didiane?” Sube la escalerilla. Molesta, le advierte: “Con que esas tenemos, ¿eh? Contaré hasta tres, y si no sales estarás castigada y no podrás jugar con Chou Chou… uno, dos, tres…”.
   Silencio total.
   “Está bien, tú lo has querido. Iré a buscarte”.

La maquinilla de afeitar




     LO PRIMERO EN QUE ME FIJÉ FUE EN LA MAQUINILLA DE AFEITAR. Era una maquinilla desechable, de doble hoja. Me había embadurnado la barba rala de espuma y comenzaba a deslizarla ya por la patilla derecha.
     De pronto, el tipo del espejo me miró por primera vez a los ojos y me lanzó un guiño.
    "¿Podemos alcanzar algún conocimiento absolutamente indubitable y evidente?, ¿la verdad plena?", me preguntó a bocajarro.
    Detuve mi mano.
    "¿Qué es una mente? ¿Una substancia libre, traslucida, sin meandros, ni abismos? ¿Vemos lo que es o es lo que vemos?"
     Alcé la maquinilla y la contemplé.
     ¿Por qué me estaba afeitando con aquella maquinilla desechable, si cada mañana yo utilizaba una eléctrica? La modernísima afeitadora que mis viejos me habían regalado por mi cumpleaños. ¿De dónde había salido la desechable?, ¿dónde estaba la eléctrica?
     Luego, me fijé en la manga de la bata que llevaba puesta.
     "El solipsismo es inaceptable, pero ¿qué hacer para escapar del propio yo hacia afuera, hacia lo externo, la propia Naturaleza, los otros seres?", continuó. 
     Desde la manga, mi mirada descendió por el resto del atuendo, hombro, solapas, cuello smoking. Era una prenda en franela de cuadros escoceses, con rayas en tonos azules y marrón. Algo impensable en mí, un adicto a las camisetas gigantescas, descoloridas, con agujeros.
     "Solo una verdad es incuestionable: la subjetividad individual autoconsciente es un ámbito de lo real. La razón es el universo que se explica a sí mismo, la materia, la vida, que se explican a sí mismas. Pero, ¿es eso posible?"
     Deshice el nudo del cinturón, y descubrí unos calzones blancos, holgados, que casi llegaban hasta mis rodillas. Sentí un sudor frío.
     "¿Se puede reivindicar la necesidad del ejercicio de la razón en la ciencia y negar la misma disciplina si hablamos de religión?"
     ¿Qué había sucedido con mis slips con dibujos de los personajes de mis comics favoritos?
     Llegué al suelo. Llevaba puestas unas pantuflas, cerradas y rebosantes de lana aborregada. Yo que siempre voy descalzo, tras años y años de desoír las insistencias de mi madre y de una plaga de novias empeñadas en educarme en hábitos saludables.
     "¿Es posible cuestionar todo lo que puede ser objeto del conocimiento humano? ¿La duda metódica como base del pensamiento humano? ¿Cogito ergo sum? ¿sum ergo cogito? Y ¿quién cogito ergo sum? o ¿quién sum ergo cogito?"
     Miré aquel rostro reflejado. Sentí un miedo atroz al raer de nuevo el carrillo. ¿Quién se ocultaba bajo aquella nube de espuma? Una cosa estaba clara, pensé, el tipo del espejo era cartesiano.

Deseos cumplidos




     POR LAS MAÑANAS SE LEVANTABA MUY TEMPRANO, mucho antes de que los otros niños jugaran en el descampado, y se ponía al volante de aquel coche abandonado. No tenía ruedas ni puertas ni motor. Soñaba con ser un piloto de carreras.
     Veinte años después se encontraba en su fórmula 1 en la parilla de salida. Los motores rugían y afloró ese recuerdo. Durante un segundo deseó que regresara ese tiempo.
     Dieron la salida. Todos sus competidores lo adelantaron mientras su coche permanecía pegado al asfalto.
     Desesperado, se bajó y observó su máquina. No tenía ruedas ni puertas y el motor había desaparecido.